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En la casa de Dios no hay distinciones

imageLas personas se ofenden ante la primera declaración del Evangelio, que es que no se  reconocen divisiones ni distinciones en la casa de Dios. No importa lo que seas fuera de este edificio, cuando entras aquí eres exactamente igual que todos los demás. Por cierto, ese es el motivo por que pertenezco a la Iglesia Libre. En la Iglesia de Dios no hay cabeza humana. Solo hay un rey en la Iglesia, es el Rey Jesús. Aquí no hay distinciones ni divisiones. Pero eso no nos gusta, vivimos con esas cosas, estamos muy acostumbrados a ellas, y cuando nos enfrentamos a esto que es completamente opuesto a todo lo que creíamos y en lo que nos gloriábamos, nos echamos atrás, nos sentimos tristes y enojados.

En la Iglesia de Dios no hay distinciones ni divisiones por cuestiones de nacimiento o trasfondo, raza o categoría social; todo ello es completamente irrelevante. Paralelamente, en la casa de Dios no hay divisiones ni distinciones o categorías especiales debido al intelecto. Puedes ser el genio más grande del mundo; no importa, cuando vienes aquí eres como todos los demás, estás en la misma situación que el más grande de los necios en el plano intelectual. Puedes ser alguien erudito y con grandes conocimientos, pero no supone la más mínima diferencia cuando atraviesas esa puerta, no te proporciona nada. Entras exactamente igual que si no conocieras nada, exactamente en la posición del ignorante más absoluto.

De la misma forma, no hay distinciones en función del comportamiento moral de uno y su conducta en el pasado. Puedes ser un dechado de virtudes, pero no te servirá de nada aquí, te enojará escuchar este Evangelio porque te dirá que toda tu justicia es trapo de inmundicia y que estas exactamente en la misma situación que el pecador mas disoluto que acaba de llegar de la calle.

¡No hay diferencia alguna! Ese es el mensaje del Evangelio cristiano. Aquí no hay casos especiales, y eso es lo que tanto enfurece, por eso les disgusta a las personas y se enojan. No hay casos especiales. Ninguno en absoluto.

Martyn Lloyd-Jones, Sermones Evangelísticos, Editorial Peregrino (2003), p.107,108

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