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Se puede conocer mucho acerca de la santidad, sin conocerle a El

Esto depende de los sermones que uno oye, de los libros que lee, y de las personas con quienes se trate. En esta era analítica y tecnológica no faltan libros en las bibliotecas de las iglesias, ni sermones en el púlpito, que enseñan como orar, como testificar, como leer la Biblia, como dar el diezmo, como actuar si somos creyentes jóvenes, como actuar si somos viejos, como ser un cristiano feliz, como alcanzar consagración, como llevar hombres a Cristo, como recibir el bautismo del Espíritu Santo (o, en algunos casos, como evitarlo), como hablar en lenguas (o, también, como justificar las manifestaciones pentecostales), y en general como cumplir todos los pasos que los maestros en cuestión asocian con la idea de ser un cristiano creyente y fiel. No faltan tampoco las biografías que describen para nuestra consideración las experiencias de creyentes de otras épocas.

Aparte de otras consideraciones que puedan hacerse sobre este estado de cosas, lo cierto es que el mismo hace posible que obtengámonos un gran caudal de información de segunda mano acerca de la práctica del cristianismo. Más todavía, si nos ha tocado una buena dosis de sentido común, con frecuencia podemos emplear lo que hemos aprendido para ayudar a los más débiles en la fe, de temperamento menos estable, a afirmarse y desarrollar un sentido de proporción en relación con sus problemas, y de este modo uno puede granjearse una reputación como pastor.

Con todo, es posible tener todo esto y no obstante apenas conocer a Dios siquiera.

J.I. Packer, El Conocimiento del Dios Santo, Editorial Vida (2006), p.33

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