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La única naturaleza del cristiano

Hay una extendida pero equivocada línea de enseñanza que nos dice que los cristianos tienen dos naturalezas: una vieja y otra nueva. Y que deben obedecer a esta última negando la primera. A veces se ilustra dicha enseñanza con el ejemplo de quien alimenta a uno de sus dos perros mientras al otro mata de hambre. Lo engañoso aquí no es la advertencia en cuanto a que somos llamados a la santidad y no al pecado, sino que la idea de “naturaleza” no se utiliza con el sentido que tiene ni en la vida ni en la Escritura (véanse por ejemplo Ro 2.14; Ef 2.3).

El asunto es que el término “naturaleza” significa la totalidad de lo que somos, y esa totalidad de nuestro ser se expresa mediante las diversas acciones y reacciones que constituyen nuestra vida. Concebir dos “naturalezas”, dos conjuntos distintos de deseos de los cuales ninguno me domina hasta que yo decido permitírselo, es algo irreal y desconcertante, puesto que deja fuera gran parte de lo que verdaderamente sucede dentro de mí.

La forma más clara y correcta de explicarlo es: por naturaleza nacimos pecadores, dominados y dirigidos desde el principio –y la mayor parte del tiempo inconscientemente- por motivos y anhelos egoístas, interesados y de autodeificación. Haber sido unidos a Cristo por el nuevo nacimiento, mediante la obra regeneradora del Espíritu, ha cambiado tanto nuestra naturaleza que el más profundo deseo de nuestro propio corazón (la pasión predominante que ahora nos gobierna y dirige) es una copia, pobre pero real, de aquel que movía a nuestro Señor Jesucristo. Ese deseo era el de conocer, confiar, amar, obedecer, servir, agradar, honrar, glorificar y disfrutar a su Padre celestial: un deseo polifacético y multigradual de Dios, y de tener más de El, de cuanto se ha disfrutado hasta el momento.

[Por lo tanto], la forma natural de vivir para los cristianos es dejando que dicho deseo determine y controle lo que ellos hacen, de manera que el móvil principal de sus vidas llegue a ser esa aspiración de buscar, conocer y amar al Señor.

J.I. Packer, El Renacer de la Santidad, Editorial Caribe (1995), p.81,82

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