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El materialismo de los países ricos y el consumismo desmedido que muestran sus ciudadanos nos han influenciado de tal manera, que hoy en día valoramos nuestras vidas en base a la comodidad y bienes que poseemos y no en base a lo que somos en esencia; seres creados a la imagen de Dios. Esto nos ha llevado a que nuestra felicidad dependa de la adquisición del último efecto tecnológico, la última moda en ropa, el carro último modelo, el máximo título académico, o la casa de nuestros sueños. Ya no importa el estado en que se encuentre nuestra alma, sino, nuestro “status quo” material y social.

En la mañana del pasado domingo, mientras asistía al servicio dominical de mi iglesia, sentado delante de mí se encontraba un joven inválido de algunos 15 años, quien no podía mover ninguna parte de su cuerpo, con excepción de su cabeza. Era llevado en una silla de ruedas por sus familiares que le acompañaban.

Mientras lo observaba, me preguntaba si las preocupaciones que él tendría en su cabeza serían las mismas que tenemos la mayoría de las personas de nuestra sociedad hoy en día. ¿Estaría el preocupado por poseer el último iPhone? ¿Estaría el pensando en los nuevos modelos de vehículos disponibles y su limitación económica para conseguir uno? ¿Estaría el preocupado por la última tendencia en la moda masculina y como deseaba tener algunos de los ropajes disponibles para la juventud de su edad? Yo lo dudo mucho.

Solo cuando nos encontramos en situaciones que afectan o atentan contra el estado natural de las cosas que pensamos nos pertenecen por derecho (salud, seguridad, solvencia económica, etc…), ponemos en su debido lugar las cosas que realmente importan.

Quizás es por eso que me gusta tanto ver películas como Schindler's List o The Pianist, porque me recuerdan que el regalo más valioso que Dios nos ha dado, es la vida misma. El carro en que andamos, no es importante. Tampoco lo es la casa que poseemos, el título académico que hemos alcanzado, ni mucho menos las ropas que vestimos. Todas esas cosas son pasajeras. ¿Pero qué hay de la vida? ¿Y qué hay de nuestras almas?

Hemos sido hipnotizados por el humo mugriento que sale expulsado del mofle del vehículo del materialismo, y bajo esa hipnosis, nos hemos convertido en esclavos de dicho apetito y no podemos ver que al final del camino, del otro lado del cielo, es donde se encuentran las cosas que realmente importan.

Como cristianos, tenemos que hacer un esfuerzo intencional y disciplinado por renovar nuestra mente a través de la Palabra de Dios y de la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, para que de esta manera Dios nos ayude a romper con las ataduras que este mundo tan fácilmente nos engancha.

“No podemos estar en paz con los demás porque no estamos en paz con nosotros mismos, y no podemos estar en paz con nosotros mismos porque no estamos en paz con Dios.”

Thomas Merton

Lamento que en las últimas semanas mis escritos en el blog han estado algo pausados. A finales del mes de mayo, mi firma de consultoría entró en una serie de proyectos de capacitación, que junto a otras cosas, me impidieron sacar un tiempo tranquilo para escribir.

Mientras estuve envuelto en lanzar, promover y supervisar el nuevo producto de mi empresa, una carga inmensa cayó sobre mí cuando las siguientes preguntas comenzaron a volar por mi cabeza: ¿Qué tal si los ingresos no alcanzaban los montos esperados? ¿Qué tal si a mis clientes no les gustaba el área de capacitación que habíamos preparado para ellos? ¿Y qué tal si este proyecto se convertía en todo un fracaso y no obtendría el éxito que esperamos tener con el mismo tanto a corto como a largo plazo?

Entonces, en medio de mi carga y preocupación, otra pregunta vino a mi mente:

¿Quién es que sostiene mi negocio?

En los 6 años que tiene operando mi firma, Dios ha sido quien ha traído cada uno de los clientes que hasta el día de hoy hemos podido servir. Por más chico o grande que haya sido un cliente, Dios siempre los ha traído en un momento “milagroso”.

Cuando las cosas van bien en nuestras empresas tendemos a creernos que nosotros somos la causa de nuestro éxito, y que los ingresos que obtenemos corresponden a nuestras largas horas de desvelo, nuestra buena planificación, nuestra visión futurista o a nuestra habilidad para hacer negocios. Pero cuando el negocio va mal, entonces doblamos nuestras rodillas, y bajando nuestras cabezas, admitimos nuestra impotencia a nuestro creador.

Es de suma importancia que reconozcamos que el éxito de nuestros negocios no lo determinan nuestras capacidades internas, nuestros clientes, el mercado al que servimos o el país donde vivimos, sino Dios, y reconocer esto determinará como nos comportaremos frente a cada circunstancia que se nos presente en nuestras empresas.

Por favor no me mal interprete. No estoy solicitando que me acompañe en un viaje de convertirnos en sin vergüenzas que no planifican ni trabajan las horas necesarias para lograr el éxito de nuestros negocios, sino que estoy abogando a que reconozcamos, que por más que trabajemos, sudemos, planifiquemos, y negociemos, si Dios no decide prosperarnos, nuestro negocio no irá para ningún lado (Salmo 127:1).

Descansemos pues confiadamente reconociendo que nuestras vidas y nuestros negocios están en las manos de Dios y que EL es quien cuida de nosotros.

“No se te ocurra pensar: "Esta riqueza es fruto de mi poder y de la fuerza de mis manos." Recuerda al Señor tu Dios, porque es él quien te da el poder para producir esa riqueza….”

Deuteronomio 8:17-18 (NVI)

“De ti proceden la riqueza y el honor; tú reinas sobre todo y en tu mano están el poder y la fortaleza, y en tu mano está engrandecer y fortalecer a todos.”

1 Cronicas 29:12 (LBLA)

“Además, a quien Dios le concede abundancia y riquezas, también le concede comer de ellas, y tomar su parte y disfrutar de sus afanes, pues esto es don de Dios.”

Eclesiastés 5:19 (NVI)

“Pues ella no sabía que era yo el que le daba el trigo, el mosto y el aceite, y le prodigaba la plata y el oro, que ellos usaban para Baal.”

Oseas 2:8 (LBLA)